El sol detonaba centenares de rayos de luz tan fugaces como persistentes.
Las pupilas de mis ojos se contraían con la fuerza de la luminiscencia. Era
imposible intentar observar las moradas que se postraban a mi derecha tratando
de esquivar la candela del alba. Las murallas que recorría impacientemente,
eran tan fornidas como mis pequeños luceros al no intentar derramar la más
mínima gota de impotencia. Trataba de seguir el rumbo, capturando trozos de
realidad, pero era inútil tratar de evadir mi propia verdad.
El vasto cielo celeste a diferencia de días atrás, estaba más despejado que
nunca. A través de un par de anteojos rojos que hacían juego con mi sostén,
podía admirar un hermoso amanecer.
Sin saber el porqué, los pasos que recorría se me hacían todos tan
semejantes a pesar de los cambios en el espacio. Trataba de poner mi
imaginación a flor de piel, pero era inviable.
Me detuve a admirar el extenso mar, estaba tan callado y discreto que no me
decía ni la más mínima expresión; al parecer compartía mi desdicha. Solo
escuchaba los ecos de mi silencio que por momentos se perturbaban con los
vánales chillidos de las máquinas de las metrópolis. Transportes que no compaginaban con las
inmensas palmeras y sus caminos de arenas. Sí, Cartagena se había convertido en
toda una urbe con humo hasta las ancas.
Finalmente no pude contener mi melancolía, y las pisadas se me hacían cada
vez más eternas. Quería volar como las mariamulatas que sobrevolaban entre las
gotas de mi cielo entorpecido por la aflicción.
No me quedó más que invadir las callejuelas de La Heroica por miles de
insostenibles sentimientos que me atormentaban. La lluvia que cambió por
completo el clima de la mañana me acompañaba en el mar de lágrimas. Quizás,
solo quizás, otro día pueda apreciar de mejor manera Mi Corralito de
Piedra.
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